El Diario De Una Pulga – Capítulo 1

En un encuentro secreto, Cielo Riveros, una hermosa joven de 16 años, y su amante Charlie, experimentan juntos las delicias de la pasión y el coito. En medio de su pasión, son interrumpidos por un hombre misterioso, un sacerdote que amenaza con revelar su pecado a sus respectivos tutores. No obstante, el sacerdote decide posponer su decisión y pedir a la pareja que se reúna con él al día siguiente en la sacristía. Con el secreto a salvo por el momento, la pareja se separa, a la espera del destino que les depare el destino.

Nací —aunque no podría decir cómo, cuándo ni dónde, de
modo que debo dejar al lector que acepte la afirmación per se
y la crea si así le place—. Igualmente, cierto es que el hecho
de mi nacimiento no es ni un ápice menos veraz que la
realidad de estas memorias, y si el avezado estudioso de estas
páginas se pregunta cómo alguien de mi condición —o quizá
debería decir de mi especie— adquirió la erudición, la
observación y la facultad de rememorar con precisión la
totalidad de los maravillosos hechos y revelaciones que a
punto estoy de relatar, no puedo sino recordarle que existen
inteligencias, apenas sospechadas por el vulgo, y leyes de la
naturaleza cuya existencia aún no ha sido detectada por los
más adelantados miembros del mundo científico.

He oído comentar en algún sitio que mi especialidad era
ganarme la vida chupando sangre. No soy en modo alguno el
ser más bajo de esa fraternidad universal, y si bien sustento
mi existencia con precariedad en los cuerpos de aquellos con
quienes entro en contacto, mi experiencia demuestra que lo
hago de un modo notable y peculiar, con un esmero y
cuidado que rara vez se da en quienes ejercen mi profesión.
Sin embargo, aduzco que tengo otros y más elevados
objetivos que la mera sustentación de mi cuerpo merced a las
contribuciones de los incautos. Consciente de este defecto
original, y con un alma muy por encima de los vulgares
instintos de mi raza, ascendí gradualmente a las cotas de
percepción mental y erudición que me ubicaron por siempre
jamás en el pináculo de la sublimidad insectil.

Es esta conquista de erudición la que evocaré al describir
las escenas de las que no sólo he sido testigo, sino también
partícipe. No me detendré a explicar por qué medios llegué a
poseer aptitudes humanas de raciocinio y observación, sino

que, en mis lucubraciones, dejaré simplemente que el lector
perciba que las poseo y se admire de ello.
De este modo se percatará de que no soy una pulga
común; de hecho, si se tiene en cuenta la compañía que he
frecuentado, la familiaridad con que se me ha permitido
tratar a personas de lo más exaltado y las oportunidades que
se me han brindado de sacar el mayor partido a mis
amistades, el lector sin duda convendrá conmigo en que soy
en verdad un insecto de lo más maravilloso y eminente.

Mis primeros recuerdos se remontan al momento en que
me encontré en una iglesia. Resonaba una música solemne y
unos cantos lentos y monótonos que en aquel instante me
llenaron de sorpresa y admiración, aunque, desde entonces,
hace ya tiempo que aprendí la auténtica importancia de tales
ejercicios y ahora tomo las actitudes de los fieles por la
apariencia exterior de sus emociones internas, por lo general
inexistentes. Sea como fuere, estaba ocupada en cuestiones
profesionales relacionadas con la rolliza y blanca pierna de
una damita de unos dieciséis años, el sabor de cuya deliciosa
sangre bien recuerdo, y el gusto de cuyo…

Pero estoy divagando.

Poco después de empezar a poner en práctica con
discreción y suavidad mis diminutas atenciones, la joven se
levantó con el resto de los fieles para partir, y yo, como es
natural, decidí acompañarla.

Tengo muy aguda la vista y muy fino el oído, y por eso
pude ver que un joven caballero deslizaba un trocito plegado
de papel blanco en la hermosa mano enguantada de la damita
al pasar ésta por el pórtico abarrotado. Había reparado en el
nombre de Cielo Riveros pulcramente bordado en la suave media de
seda que me había atraído en un principio, y vi ahora que
esta misma palabra aparecía sola en el exterior de la nota de
amor. La joven estaba con su tía, una dama alta y augusta
con la que yo no deseaba establecer lazos de intimidad.

Cielo Riveros era una beldad de apenas dieciséis años; tenía una
figura perfecta, y a pesar de su juventud, su tierno busto ya
empezaba a alcanzar esas proporciones que tanto deleitan al
otro sexo. Su rostro era de una franqueza encantadora; su

aliento, dulce como los perfumes de Arabia y, como siempre
he dicho, su piel tenía la suavidad del terciopelo. Cielo Riveros estaba
a todas luces al tanto de su hermosura y erguía la cabeza con
el orgullo y la coquetería de una reina. Las melancólicas y
anhelantes miradas de reojo que le echaban los jóvenes —y
en ocasiones también los de edad más madura— no dejaban
duda de que inspiraba admiración. Cuando salió de la iglesia,
se produjo un silencio general y un desvío de las miradas en
dirección a la hermosa Cielo Riveros que expresaron con más claridad
que las palabras que era a ella a la que admiraban todos los
ojos y deseaban todos los corazones; al menos entre el sexo
masculino.

No obstante, prestando muy escasa atención a lo que
seguramente era algo cotidiano, la damita, acompañada de su
tía, se fue a paso ligero camino de su casa, y tras llegar a la
pulcra y elegante residencia, se dirigió rápidamente a su
habitación. No diré que la seguí, sino que «fui con ella» y
contemplé a la dulce muchacha cruzar una primorosa pierna
sobre la otra y quitarse las más diminutas, ceñidas y
exquisitas botas de piel de cabritilla que jamás he visto.

Salté a la alfombra y continué con mis indagaciones. Le
siguió la bota izquierda, y sin descabalgar una rolliza
pantorrilla de la otra, Cielo Riveros se quedó sentada mirando el
trozo de papel plegado que yo había visto al joven depositar
a escondidas en su mano.

Observando todo muy de cerca, reparé en los generosos
muslos que, en la posición inclinada que había adoptado, se
prolongaban hacia arriba más allá de sus ajustadas ligas hasta
que se perdían en la oscuridad y se reunían en un punto
donde se encontraban con su hermoso vientre; allí, los muslos
casi ocultaban una hendidura fina y aterciopelada, y
proyectaban una sombra sobre los redondeados labios de
ésta.

Poco después, Cielo Riveros dejó caer la nota, y al quedar abierta,
me tomé la libertad de leerla. «Estaré en el lugar de siempre,
esta noche, a las ocho», eran las únicas palabras escritas en el
papel, pero al parecer tenían un interés especial para Cielo Riveros,
pues estuvo cavilando durante un rato con ánimo

meditabundo.

Se había despertado mi curiosidad, y como deseaba saber
más acerca de la interesante joven con la que la fortuna tan
promiscuamente me había llevado a entrar en grato contacto,
permanecí discretamente instalado en un escondrijo acogedor
aunque un tanto húmedo, y hasta cerca de la hora
mencionada no volví a salir para observar la marcha de los
acontecimientos.

Cielo Riveros se había vestido con escrupuloso esmero y se
dispuso a dirigirse al jardín que rodeaba la mansión en que
vivía.

Fui con ella.

Al llegar al extremo de una avenida larga y umbrosa, la
joven se sentó en un rústico banco y allí esperó la llegada de
la persona con la que iba a reunirse.

No transcurrieron más que unos minutos antes de que se
presentara el joven al que había visto ponerse en contacto
por la mañana con mi hermosa amiguita. Luego tuvo lugar
una conversación que, a juzgar por lo enfrascada que estaba
la pareja, revestía un inusitado interés para ambos.

Caía la tarde y el crepúsculo ya había comenzado: el aire
era cálido y suave, y los dos jóvenes estaban sentados en el
banco estrechamente entrelazados, ajenos a todo excepto a su
propia felicidad.

—No sabes cómo te amo, Cielo Riveros —susurró el joven,
sellando tiernamente su declaración con un beso sobre los
labios que le ofrecía su compañera.

—Claro que lo sé —replicó la muchacha, ingenuamente—.
¿Acaso no me lo dices siempre? Pronto me cansaré de oírlo.
—Meneó nerviosa su hermoso piececito y adoptó una actitud
pensativa—. ¿Cuándo vas a explicarme todas aquellas cosas
tan curiosas de las que me hablaste? —preguntó, levantando
la vista fugazmente para, con la misma rapidez, volver a
posar sus ojos sobre el camino de grava.

—Ahora, querida Cielo Riveros —respondió el joven—. Ahora que
tenemos la oportunidad de estar a solas sin que nadie nos
interrumpa. Cielo Riveros, tú sabes que ya no somos niños, ¿verdad?

La joven asintió con la cabeza.

—Bueno, pues hay cosas que los niños no saben y que los
amantes no sólo deben saber sino también poner en práctica.

—Vaya, vaya —dijo la muchacha, con toda seriedad.

—Sí —continuó su compañero—, hay secretos que hacen
felices a los amantes y constituyen el gozo de amar y ser
amado.

— ¡Cielos! —exclamó Cielo Riveros—. ¡Qué sentimental te has
vuelto, Charlie! Recuerdo cuando decías que el sentimiento
no era sino un «completo embuste».

—Así lo pensaba, hasta que me enamoré de ti —replicó el
joven.

—Sandeces —continuó Cielo Riveros—, pero adelante, Charlie,
cuéntame lo que me prometiste.

—No puedo contártelo sin hacerte una demostración al
mismo tiempo —contestó Charlie—. El conocimiento sólo se
adquiere a través de la experiencia.

—¡Ah, entonces adelante, hazme una demostración! —
exclamó la muchacha, en cuyos ojos brillantes y mejillas
encendidas me pareció detectar que sabía muy bien la clase
de instrucción que estaba a punto de impartírsele.

Su impaciencia tenía algo de cautivador. El joven accedió
a lo que le pedía, y cubriendo su joven y hermosa figura con
la suya propia, pegó su boca a la de ella y la besó con
entusiasmo.

Cielo Riveros no se resistió; incluso puso de su parte y devolvió las
caricias de su amante.

Mientras tanto, caía el crepúsculo: los árboles, envueltos
en la creciente oscuridad, extendían sus frondosas copas para
proteger a los jóvenes amantes de la luz menguante.

Al poco rato Charlie se desplazó hacia un lado; hizo un
leve movimiento y luego, sin hallar oposición alguna, metió
la mano por debajo de las enaguas de la joven Cielo Riveros. No
satisfecho con los encantos que encontró en el ámbito de las
relucientes medias de seda, probó a avanzar un poco más, y
sus dedos errabundos alcanzaron la piel suave y trémula de
los jóvenes muslos.

La respiración de Cielo Riveros, al percibir el indecoroso ataque
de que estaban siendo objeto sus encantos, se tornó

apremiante. No obstante, lejos de resistirse, a todas luces
disfrutaba con el excitante toqueteo.

—Tócalo —susurró Cielo Riveros—, te lo permito.

Charlie no necesitó más invitación: de hecho ya se estaba
preparando para avanzar sin ella, y entendida de inmediato
la autorización, avanzó los dedos. La hermosa joven abrió a
su vez los muslos y al instante la mano cubría los delicados
labios rosados de su hermosa hendidura.

Durante los siguientes diez minutos la pareja permaneció
casi inmóvil, sus labios unidos y su respiración como única
señal de las sensaciones que los abrumaban con la
embriaguez del desenfreno. Charlie palpó un delicado objeto,
que se endureció bajo sus ágiles dedos y adquirió una
prominencia de la que él no tenía conocimiento alguno.

Al poco Cielo Riveros cerró los ojos, echó atrás la cabeza y se
estremeció levemente mientras su talle se tornaba flexible y
lánguido, y reposó la cabeza sobre el brazo de su amante.

—Oh, Charlie —murmuró—, ¿qué haces? ¡Qué deliciosas
sensaciones me provocas!

El joven, entre tanto, no permanecía ocioso, sino que tras
explorar cuanto le había sido posible en la forzada posición
en que se encontraba, se incorporó, y notando que necesitaba
mitigar la violenta pasión que sus actos habían atizado,
suplicó a su hermosa compañera que le permitiera guiar su
manita a un preciado objeto que, según le aseguró, era capaz
de proporcionarle un placer mucho más intenso que el que le
habían dado sus dedos.

De buena gana, en un instante Cielo Riveros tenía asido un nuevo
y delicioso objeto, y ya cediendo a una curiosidad que
disimulaba, ya auténticamente transportada por sus deseos
recién suscitados, no iba a conformarse con menos que sacar
a la luz el asunto ascendente de su amigo.

Aquellos de mis lectores que se hayan visto en una
situación similar entenderán enseguida el candoroso
asimiento y la mirada de sorpresa con que recibió la primera
aparición en público de la nueva adquisición.

Cielo Riveros contemplaba por primera vez en su vida el miembro
de un hombre en toda la plenitud de su fuerza, y aunque en

modo alguno era —eso lo vi con claridad— un ejemplar
formidable, su astil blanco y su cabeza cubierta con una
capucha roja, de la que el suave prepucio se retiró al apretar,
infundieron en la joven unos apremiantes deseos de averiguar
más.

Charlie estaba igualmente impresionado; le brillaban los
ojos y su mano seguía vagando por todo el dulce y joven
tesoro del que había tomado posesión.

Mientras tanto, los jugueteos de la manita blanca con el
miembro juvenil habían producido los efectos que suelen
producirse en circunstancias semejantes en una constitución
tan saludable y vigorosa como la del dueño del asunto en
cuestión.

Extasiado con las suaves caricias, los dulces y deliciosos
apretones, la impericia con que la damita retiraba los
pliegues del capullo rampante y dejaban al descubierto la
cresta de color rubí, púrpura de deseo, y la punta, acabada en
el minúsculo orificio, ahora a la espera de la oportunidad de
lanzar su viscosa ofrenda, el joven se puso frenético de
lujuria, y Cielo Riveros, experimentando sensaciones nuevas y
extrañas pero que la transportaban en un torbellino de
apasionada excitación, suspiraba por no sabía qué extático
desahogo.

La joven, con los hermosos ojos entornados, los húmedos
labios entreabiertos y la piel caliente y lustrosa debido al
inusitado arrebato que la invadía, permanecía tumbada,
víctima deliciosa de quien tenía la oportunidad inmediata de
cosechar sus favores y coger su joven y delicada rosa.

Charlie, aunque era joven, no era tan tonto como para
perder semejante oportunidad; además, sus pasiones ahora
violentas lo apremiaban a seguir adelante a pesar de los
dictados de la prudencia que, de no hallarse en ese estado,
quizás hubiera observado.

Percibió que el centro palpitante y bien lubricado
temblaba bajo sus dedos, contempló a la hermosa muchacha
postrada e invitándole al juego amoroso, vio los tiernos
jadeos que hacían subir y bajar su joven busto, y reconoció
las intensas emociones sexuales que animaban a la figura

encendida de su tierna compañera.

Las piernas redondeadas, suaves y rollizas de la muchacha
estaban ahora expuestas a su sensual mirada.

Tras alzar con precaución los ropajes que interferían,
Charlie vislumbró aún más los encantos ocultos de su
hermosa compañera, hasta que, con los ojos llameantes, vio
cómo las rechonchas extremidades iban a morir en las
amplias caderas y el vientre blanco y palpitante.

Entonces su ardiente mirada se posó también sobre el
punto que más le atraía: la rajita rosada, medio escondida en
la base del henchido monte de Venus, apenas sombreado aún
por una levísima pelusa.

La estimulación y las caricias que Charlie había aplicado
al codiciado objeto habían inducido el flujo de humedad que
tal excitación tiende a provocar, y Cielo Riveros yacía con su
hendidura aterciopelada bien humedecida con el mejor y más
dulce lubricante de la naturaleza.

Charlie vio su oportunidad. Retiró suavemente la mano de
Cielo Riveros de su propio miembro y se abalanzó con frenesí sobre la
muchacha.”

Su brazo izquierdo se enroscó en torno a la delgada
cintura, su aliento rozó la mejilla de la joven, sus labios
oprimieron los de ella en un beso largo, apasionado y
premioso. Su mano derecha, ahora libre, buscaba juntar esas
partes de ambos que son instrumentos activos de placer
sensual, y con esfuerzos apremiantes ansiaba culminar la
unión.

Cielo Riveros sintió por primera vez en su vida el roce mágico del
aparato de un hombre entre las yemas de su orificio rosado.

En cuanto percibió el cálido contacto de la testa
endurecida del miembro de Charlie, se estremeció
perceptiblemente, y anticipando ya las delicias del goce
venéreo, emitió prueba abundante de su susceptible
naturaleza.

Charlie, arrebatado de felicidad, se afanaba con ilusión en
perfeccionar su disfrute.

Sin embargo, a la naturaleza, que con tanta intensidad
había favorecido el desarrollo de las pasiones sensuales de

Cielo Riveros, le quedaba todavía algo por hacer antes de que un
capullo tan temprano pudiera abrirse sin problemas.

Cielo Riveros era muy joven, inmadura, y desde luego lo era en lo
tocante a las visitas mensuales que supuestamente marcan el
comienzo de la pubertad; y las partes de Cielo Riveros, si bien
rebosaban de perfección y frescura, apenas estaban
preparadas para alojar siquiera a un campeón tan moderado
como ese que, con testa rotunda y penetrante, buscaba ahora
entrar y obtener acomodo.

En vano Charlie empujaba y se esforzaba por ahondar en
las partes delicadas de la encantadora joven con su miembro
excitado.

Los pliegues rosados y el minúsculo orificio se resistían a
todos sus intentos de penetrar en la mística gruta. En vano la
hermosa Cielo Riveros, ahora presa de una furiosa excitación y medio
enloquecida debido a la estimulación de que había sido
objeto, secundaba por todos los medios de que disponía las
audaces tentativas de su joven amante.

La membrana era fuerte y resistió airosa hasta que el
joven, con el propósito de alcanzar su objetivo o reventarlo
todo, se retiró durante un instante y, con un embate
desesperado, logró perforarla y embutir la cabeza y los lomos
de su erguido asunto en el vientre de la complaciente
muchacha.

Cielo Riveros lanzó un gritito al notar la vigorosa incursión en sus
encantos secretos, pero el delicioso contacto le dio coraje
para soportar el dolor, con la esperanza del alivio que parecía
estar en camino.

Mientras tanto, Charlie empujaba una y otra vez, y
orgulloso de la victoria que ya había alcanzado, no sólo
defendía su terreno sino que con cada embate avanzaba un
breve trecho vereda adelante.

Se ha dicho que ce que le premier coup qui coúte
n’est
(«el que más cuesta es el primer polvo»), pero bien podría
argumentarse que quelquefois il coúte trop («a veces cuesta
demasiado»), como podría inferir conmigo el lector en el
presente caso.

Sin embargo, por curioso que parezca, ninguno de
nuestros amantes pensó siquiera en esa cuestión, sino que del
todo absortos en las deliciosas sensaciones que les
embargaban, se unieron para llevar a cabo aquellos ardientes
movimientos que ambos notaban que culminarían en éxtasis.

En cuanto a la muchacha, temblando toda ella de
deliciosa impaciencia, y mientras sus carnosos labios rojos
dejaban escapar breves y esporádicas exclamaciones que
anunciaban el extremo deleite, se entregaba en cuerpo y alma
a las delicias del coito. Sus compresiones musculares sobre el
arma que ahora la había conquistado como es debido, la
firmeza con que asía al atormentado mozo en su delicada y
humedecida vaina, semejante a un guante, se sumaban para
excitar a Charlie hasta la locura. Insertó en el cuerpo de su
compañera su aparato hasta las raíces, y los dos globos
ceñidos bajo el espumante campeón de su virilidad
presionaron las firmes nalgas del blanco trasero de Cielo Riveros. Ya
no podía avanzar más, y su única ocupación era disfrutar y
recoger en su totalidad la deliciosa cosecha de sus esfuerzos.

Cielo Riveros, no obstante, insaciable en su pasión, apenas
comprobó que la ansiada unión se había llevado a cabo,
experimentó el penetrante placer que el rígido y cálido
miembro le proporcionaba y se excitó demasiado para que
supiera o le importara lo que estaba ocurriendo, y así, en su
frenética excitación, sorprendida de nuevo por los
enloquecedores espasmos de la lujuria culminada, hizo
presión sobre el objeto de su placer, levantó los brazos con
arrobamiento apasionado y luego, volviendo a hundirse en
los brazos de su amante, entre profundos gemidos de agonía
extática y grititos de sorpresa y deleite, despidió una copiosa
emisión, que al encontrar una salida por la parte inferior,
empapó las pelotas de Charlie.

En cuanto el joven presenció el disfrute que gracias a él
estaba obteniendo la hermosa Cielo Riveros y reparó en el profuso
aluvión que había vertido sobre su persona, también cayó
presa de una furia lasciva. Un violento torrente de deseo se
precipitó por sus venas, e hincó con furia su instrumento
hasta la empuñadura en el delicioso vientre de Cielo Riveros; después,

retirándose, extrajo el miembro humeante casi hasta el
bálano. Hizo presión y se lo llevó todo por delante. Notó que
le invadía una sensación hormigueante y enloquecedora; asió
con más fuerza a su joven amante, y al tiempo que el pecho
jadeante de ésta lanzaba otro grito de goce extático, se
encontró resoplando sobre su busto y derramó en su
agradecido útero un chorro abundante y fogoso de vigor
juvenil.

De los labios de Cielo Riveros escapó un profundo quejido de salaz
goce al sentir en su interior los borbotones espasmódicos de
flujo seminal que salían del excitado miembro; en ese
instante, el delirio lascivo de la emisión obligó a Charlie a
lanzar un grito agudo y conmovedor al tiempo que quedaba
postrado, con los ojos en blanco, en el último acto del drama
sensual.

Ese grito fue la señal para una interrupción tan repentina
como inesperada. De entre los arbustos circundantes surgió a
hurtadillas la figura sombría de un hombre; éste se acercó y
se plantó ante los jóvenes amantes.

El horror les heló la sangre a ambos.

Charlie se retiró del cálido y exquisito refugio que
ocupaba, se incorporó como buenamente pudo y se apartó de
la aparición como de una horrible serpiente.

En lo que respecta a la joven Cielo Riveros, en cuanto vio al
intruso, se cubrió el rostro con las manos, se acurrucó en el
banco que había sido testigo silente de sus placeres y,
demasiado asustada para emitir sonido alguno, esperó, con
todo el aplomo que fue capaz de reunir, la tormenta que se
avecinaba.

El suspense en que estaba no se prolongó mucho.

Avanzando presto hacia la pareja culpable, el recién
llegado agarró al muchacho por el brazo mientras, con un
severo y autoritario ademán, le ordenaba reparar el desorden
de sus ropas.

—Chico impúdico —siseó entre dientes—, ¿qué es lo que
has hecho? ¿A qué extremos te han llevado tus locas y
violentas pasiones? ¿Cómo vas a enfrentarte a la ira de tu
padre, justamente ofendido? ¿Cómo apaciguarás su furiosa

indignación cuando, en el ejercicio de mi obligación
ineludible, le ponga al corriente de la ofensa causada por la
mano de su único hijo?

Al terminar, el orador, que tenía aún a Charlie agarrado
por la muñeca, dio unos pasos y se dejó ver a la luz de la
luna. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, bajo,
recio y un tanto ancho de espaldas. Su rostro, decididamente
agraciado, resultaba más atractivo aún debido a sus ojos
brillantes, negros como el azabache, que lanzaban feroces
miradas de apasionada indignación. Vestía un hábito de
religioso, cuyos colores oscuros y pulcritud perfectamente
discreta no hacían sino subrayar su complexión notablemente
musculosa y su pasmosa fisionomía.

Charlie, como no era para menos, estaba muy turbado, y
para su infinito y egoísta alivio, el severo intruso se volvió
hacia la joven con la que acababa de compartir su goce
libidinoso.

—Por ti, miserable muchacha, no puedo sino expresar el
terror más absoluto y mi más justificada indignación.
Descuidando los preceptos de la santa madre Iglesia, e
indiferente a tu honor, has permitido a este mozo malvado y
presuntuoso que recoja la fruta prohibida. ¿Qué será ahora de
ti? Despreciada por tus amigos y expulsada de la casa de tu
tío, te reunirás con las bestias del campo, y exiliada como el
Nabucodonosor de antaño, los de tu especie huirán de ti
como de la peste, y te congratularás de obtener miserable
sustento por los caminos.

El desconocido había llegado a este punto en su
abjuración de la desventurada muchacha, cuando Cielo Riveros, que
estaba acurrucada, se levantó, se lanzó a sus pies y sumó sus
lágrimas y oraciones de arrepentimiento a las de su joven
amante.

—No digáis más —continuó al poco el implacable
sacerdote—, no digáis más. Las confesiones de nada sirven, y
las humillaciones no hacen sino agravar vuestra ofensa.
Albergo dudas acerca de cuál es mi deber en este triste
asunto, pero si obedeciera los dictados de mi presente
inclinación, acudiría directamente a vuestros tutores

naturales y de inmediato les informaría de la infame
naturaleza de mi fortuito descubrimiento.

—;¡Ay, por piedad, tenga compasión de mí! —rogó Cielo Riveros,
cuyas lágrimas descendían ahora por sus hermosas mejillas,
encendidas hasta hace tan poco de placer lascivo.

—Perdónenos, padre, perdónenos a los dos. Haremos todo
lo que esté en nuestra mano para expiar nuestro pecado.
Encargaremos seis misas y se rezarán varios rosarios por
nosotros. Ahora realizaré la peregrinación al templo de St.
Eugulphus de la que me habló el otro día. Estoy dispuesto a
cualquier cosa, a sacrificarlo todo, si tiene piedad de la
estimada Cielo Riveros.

El sacerdote alzó la mano para acallarlo. Luego habló, y se
vislumbraba un asomo de piedad en su aspecto severo y
decidido.

—Ya es suficiente —dijo—, necesito tiempo. Debo invocar
la ayuda de la santa Virgen, que no conoció el pecado, sino
que, al margen de los deleites carnales de la cópula mortal,
trajo al mundo al santo niño en el pesebre de Belén. Acude
mañana a la sacristía, Cielo Riveros. Allí, en lugar sagrado, te revelaré
la voluntad sagrada en lo tocante a tu transgresión. A las dos
en punto te espero. En cuanto a ti, joven temerario,
pospondré mi decisión y cualquier acción hasta pasado
mañana; ese día, a la misma hora, te esperaré.

De las gargantas de los penitentes brotaron al unísono un
millar de agradecimientos cuando el padre les indicó que se
marcharan. La tarde había caído hacía ya rato y empezaba a
levantarse la bruma nocturna.

—Por el momento, buenas noches y que la paz sea con
vosotros; hasta que volvamos a vernos, vuestro secreto está
seguro conmigo —dijo, y desapareció.

 

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