El Diario De Una Pulga III

Una pulga, testigo de las acciones sexuales del padre Ambrose y la joven Cielo Riveros, describe cómo Ambrose y otros dos sacerdotes violan y abusan sexualmente de la joven.

No creo haber acusado nunca la desafortunada carencia
que constituye mi incapacidad natural para sonrojarme tanto
como en la presente ocasión. Pues incluso una pulga se
hubiera sonrojado ante la desenfrenada escena que presencié
en la ocasión que aquí he consignado. Una muchacha tan
joven, tan inocente en apariencia, y sin embargo tan
impúdica, tan lasciva en sus inclinaciones y deseos… Una
persona de infinita frescura y belleza… Una mente de
candente sensualidad convertida por el azaroso devenir de los
acontecimientos en un activo volcán de lujuria…

Bien podría haber exclamado con el poeta de antaño:
«¡Oh, Yavé!l», o con el más práctico descendiente del
patriarca: «¡Santo Dios!».

Huelga hablar de los cambios que experimentó Cielo Riveros en
todo su ser tras experiencias como las que he relatado. Eran
manifiestos y aparentes en su porte y su conducta.

Nunca supe qué se hizo de su joven amante, y tampoco
me molesté en informarme al respecto, pero tengo motivos
para creer que el devoto padre Ambrose no era ajeno a esas
tendencias irregulares que tanto se atribuyen a su orden, y
que al joven se le indujo poco a poco a prestarse, en no
menor medida que su joven amante, a la gratificación de los
insensatos deseos del sacerdote.

Pero volvamos a mis observaciones acerca de la hermosa
Cielo Riveros.

Aunque las pulgas no podemos sonrojarnos, sí tenemos la
capacidad de observar, y me he propuesto dejar testimonio
escrito de todos los episodios amatorios a los que he asistido
y que creo que pueden interesar a quien busca la verdad.
Podemos escribir, al menos esta pulga puede, pues de otro
modo, estas páginas no hubieran llegado al lector, y no hace

falta decir más.

Transcurrieron varios días antes de que Cielo Riveros tuviera
oportunidad de visitar otra vez a su clerical admirador, pero
al fin se presentó la oportunidad, y como cabía esperar, ella
la aprovechó de inmediato.

Había encontrado el medio de avisar a Ambrose de que
pretendía visitarle, y el astuto individuo se había preparado
como la vez anterior para recibir a su joven invitada.

En cuanto Cielo Riveros se encontró a solas con su seductor, se
lanzó a sus brazos, y apretando el enorme corpachón del
sacerdote contra su menuda figura, le obsequió con las más
tiernas caricias.

Ambrose no tardó en corresponder plenamente a su cálido
abrazo, y al instante los dos se vieron apasionadamente
sumidos en un intercambio de ardientes besos y se reclinaron,
el uno frente al otro, sobre el asiento almohadillado al que ya
se aludió.

Pero ahora Cielo Riveros no iba a contentarse sólo con besos;
deseaba un trato más sólido, que por experiencia sabía que
podía proporcionarle el padre.

Ambrose, por su parte, no estaba menos excitado. Su
sangre fluía con rapidez por sus venas, su oscura mirada
llameaba con lujuria evidente, y la sotana, ya protuberante,
dejaba traslucir sin lugar a dudas el desorden de sus sentidos.

Cielo Riveros se apercibió de su estado —no se le escaparon ni las
miradas encendidas ni la evidente erección, que el otro no se
tomó la molestia de disimular— e hizo lo posible por
incrementar las ansias del sacerdote, si ello fuera posible, en
vez de menguarlas.

Poco después, no obstante, Ambrose le demostró que no
necesitaba más incentivos, pues sacó con toda tranquilidad su
arma ferozmente dilatada y en tal estado que la mera visión
de la misma hizo que Cielo Riveros se tornara frenética de deseo. En
cualquier otro momento, Ambrose hubiera mostrado más
prudencia con sus placeres y no se hubiese precipitado a
ponerse manos a la obra con su deliciosa conquistilla. En esta
ocasión, sin embargo, los sentidos se le desmandaron y fue
incapaz de evitar que su arrollador deseo se deleitara sin

tardanza con los encantos juveniles que se le ofrecían.

El sacerdote ya estaba sobre ella. Su corpachón la cubría
poderosamente y por completo. Su miembro dilatado
golpeaba con dureza contra el estómago de Cielo Riveros y las ropas
de ésta ya estaban levantadas hasta la cintura.

Con mano temblorosa, Ambrose asió la grieta central de
sus deseos y, ansioso, llevó la punta caliente y carmesí hacia
sus labios húmedos y entreabiertos. Empujó, se afanó por
penetrar y lo consiguió: el inmenso artefacto entró lento pero
seguro; ya habían desaparecido la cabeza y los lomos. Unos
cuantos embates firmes y prudentes culminaron la unión, y
Cielo Riveros recibió en su cuerpo el enorme y excitado miembro de
Ambrose en toda su longitud.

El profanador, en completa posesión de los encantos más
íntimos de la muchacha, jadeaba sobre su busto.

Cielo Riveros, en cuyo vientrecillo se había embutido la vigorosa
masa, sintió intensamente los efectos del cálido y palpitante
intruso.

Mientras tanto, Ambrose empezó a empujar y moverse
arriba y abajo. Cielo Riveros le echó los blancos brazos al cuello y le
rodeó traviesamente las ijadas con sus hermosas piernas
vestidas de seda.

—¡Qué delicia! —murmuró Cielo Riveros, besando con entusiasmo
los carnosos labios de Ambrose—. Empuje, empuje con más
fuerza. ¡Ay, cómo se abre camino, qué grande es! ¡Qué
caliente, qué…, Dios mío, ay!

Y Cielo Riveros descargó todo un chaparrón en respuesta a las
fuertes acometidas, mientras la cabeza le caía hacia atrás y la
boca se le abría por los espasmos propios de la cópula.

El sacerdote se refrenó. Hizo una breve pausa; el palpitar
de su largo miembro anunciaba el estado en que se hallaba.
Deseaba prolongar al máximo su placer.

Cielo Riveros oprimió el tremendo astil en lo más hondo de su
persona y lo notó más duro y rígido si cabe cuando la testa
púrpura embestía contra su joven útero.

Casi inmediatamente después, su corpulento amante,
incapaz de prolongar el placer, sucumbió a la sensación
intensa y penetrante que experimentó en todo su cuerpo

cuando derramó su glutinoso flujo.

—¡Oh, ya sale! —gritó la muchacha, excitada—. La noto
salir a borbotones. ¡Ay! Démela, más, más, derrámela,
empuje más fuerte, no tenga piedad de mí. ¡Ah, otro chorro!
Empuje, desgárreme si le place, pero déjeme recibir toda su
leche.

Ya he hablado de la inmensa cantidad que el padre
Ambrose podía descargar, y en esta ocasión se superó a sí
mismo. Llevaba reprimiéndose cerca de una semana, y Cielo Riveros
recibió un chorro tan tremendo que la descarga más semejaba
la acción de una jeringa que la emisión de unos genitales
masculinos.

Al cabo, Ambrose la descabalgó, y Cielo Riveros, al ponerse otra
vez de pie, notó un flujo pegajoso y viscoso que le bajaba por
el rollizo muslo produciéndole cosquillas.

Apenas se había retirado el padre cuando se abrió la
puerta que daba a la iglesia, y he aquí que aparecieron en el
umbral dos sacerdotes más. Era imposible, claro está, ocultar
lo que había ocurrido.

—¡Ambrose! —exclamó el mayor de los dos, un hombre
de entre treinta y cuarenta años—, esto va contra nuestras
normas y privilegios, que estipulan que todo juego de esta
índole debe practicarse en común.

—Tómenla entonces —rezongó el aludido—. No es
demasiado tarde…, iba a ponerles al tanto de lo que había
conseguido, sólo que…

—… Sólo que la deliciosa tentación de esta joven rosa de
marjal era excesiva para usted, amigo mío —exclamó el otro,
que mientras hablaba, miraba a la joven Cielo Riveros y le metía a la
fuerza una fornida mano por debajo de sus ropas hasta
alcanzar los suaves muslos—. Lo he visto todo por el ojo de la
cerradura —susurró el bruto al oído de la muchacha—. No
tienes por qué asustarte, sólo te trataremos de igual modo,
querida.

Cielo Riveros recordó las condiciones en las que se le había
concedido el consuelo de la Iglesia, y supuso que esto
también formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por tanto,
sin oponer resistencia, se recostó en los brazos del recién

llegado.

Mientras tanto, su compañero había pasado su fuerte
brazo en torno a la cintura de Cielo Riveros y había cubierto de besos
su delicada mejilla.

Ambrose parecía estupefacto y confuso.

La damita se halló de este modo entre dos fuegos, por no
mencionar la pasión ardiente de su primer poseedor. En vano
miraba a uno y otro en busca de cierta tregua o de algún
modo de salir del apuro.

Pues ha de quedar constancia de que, si bien se resignó
por completo a la situación en que la había puesto el padre
Ambrose, una sensación de debilidad y miedo a sus nuevos
asaltantes estuvo a punto de apoderarse de ella. Cielo Riveros no
percibía sino lujuria y deseo feroz en las miradas de los
recién llegados, y la falta de resistencia de Ambrose dio al
traste con cualquier idea de tratar de defenderse ella sola.

Los dos hombres la habían colocado entre ellos, y
mientras el primero que había hablado le introducía la mano
hasta la hendidura rosada, el otro no tardó en tomar posesión
de las torneadas nalgas de su rollizo trasero.

Nada pudo hacer Cielo Riveros para resistirse.

—Esperen un momento —dijo al fin Ambrose—. Si de
verdad quieren disfrutar de ella, procedan al menos sin
desgarrarle la ropa, como ambos suelen hacer. Desnúdate,
Cielo Riveros —continuó—, debemos compartirte entre todos, según
se ve; de modo que prepárate a convertirte en el instrumento
complaciente de nuestros placeres conjuntos. Nuestro
convento alberga a otros no menos exigentes que yo mismo, y
tu deber no será prebenda, de modo que más te vale no
olvidar los privilegios que estás llamada a satisfacer y estar
preparada para aliviar a estos eclesiásticos de esos feroces
deseos que bien sabes cómo apaciguar.

Al oír este mandato, supo que no le quedaba alternativa.

Cielo Riveros quedó desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes.

De todos ellos brotaron murmullos de placer cuando Cielo Riveros
avanzó tímidamente mostrando toda su belleza.

En cuanto el portavoz de los recién llegados —que a todas
luces era el que ocupaba el cargo más alto de los tres en la

jerarquía eclesiástica— percibió la hermosa desnudez que
ahora se ofrecía a sus apasionadas miradas, se abrió el hábito
sin vacilar, y tras liberar un miembro grande y largo, cogió a
la muchacha en brazos y la llevó de regreso al diván; le abrió
luego los preciosos muslos, se plantó entre ellos, y después de
llevar el bálano de su furioso campeón al suave orificio,
empujó hacia delante y de una embestida se enterró hasta las
pelotas.

Cielo Riveros lanzó un gritito de éxtasis al notar la inflexible
inserción de esta nueva y poderosa arma.

Al varón que poseía a la hermosa joven, el contacto le
extasió, y experimentó una emoción indefinible al
encontrarse enterrado por completo en su cuerpo hasta la
empuñadura de su ardiente pene. No había imaginado que
fuera a penetrar en sus partes con tanta facilidad, pues no
había tenido en cuenta el aluvión de semen que había
recibido previamente la muchacha.

El superior, no obstante, no le dio tiempo a Cielo Riveros a que
reflexionara, sino que se puso manos a la obra con tanta
energía que sus largas y poderosas acometidas produjeron
pleno efecto en el cálido temperamento de la joven, y
provocaron que ésta derramase su dulce emisión casi de
inmediato.

Aquello fue demasiado para el lascivo eclesiástico. Ya
firmemente empotrado en la ceñida vaina, que semejaba un
guante, en cuanto percibió la cálida efusión lanzó un
prolongado gruñido y descargó con furia.

Cielo Riveros notó con placer el abundante torrente de la lujuria
del hombretón, y abriéndose de piernas, lo recibió en toda su
longitud en su vientre, permitiéndole que desahogara allí su
pasión y descargara los borbotones de su fogosa naturaleza.

Este segundo y decidido ataque sobre su persona despertó
en Cielo Riveros las emociones más impúdicas, y su excitable
naturaleza recibió con gozo exquisito las abundantes
libaciones que habían derramado en ella los dos robustos
campeones. Pero a pesar de su salacidad, la damita acusaba
el agotamiento por la continua tensión a la que sometían sus
facultades corporales, y por tanto no sin cierta consternación

reparó en el segundo de los intrusos, que se disponía a
aprovecharse de la retirada del superior.

Sin embargo, cuál no sería el asombro de Cielo Riveros al
descubrir las gigantescas proporciones del miembro que
ahora mostraba el sacerdote. Su hábito ya estaba abierto y
delante de él se mantenía tieso y erecto un miembro ante el
que incluso el vigoroso Ambrose tenía que agachar la cabeza.

De una orla rizada de pelo rojo brotaba la columna de
carne blanca, que culminaba en una testa lisa y roja y cuyo
orificio estrecho y firmemente cerrado daba la impresión de
estar obligado a mostrarse precavido para evitar el
derramamiento prematuro de sus jugos. Debajo, y para
completar el cuadro, colgaban bien prietas dos pelotas
enormes y velludas; al verlas, la sangre de Cielo Riveros empezó a
hervir una vez más y su espíritu juvenil se inflamó de deseo
por el desproporcionado combate.

—¡Ay, padre mío!, ¿cómo voy a meterme eso dentro de
mi cuerpo, pobrecilla de mí? —preguntó Cielo Riveros, consternada
—. ¿Cómo lo soportaré cuando por fin entre? Temo que me
haga un daño inmenso.

—Tendré cuidado, hija mía. Iré con tiento. Ahora estás
bien preparada por los jugos de los eclesiásticos que han
tenido la buena fortuna de precederme.

Cielo Riveros manoseó el gigantesco pene.

El sacerdote era feo con avaricia. Era bajo y fornido, y sus
hombros, anchos como los de un Hércules.

Cielo Riveros fue presa de una especie de locura lasciva; la fealdad
del sacerdote sólo sirvió para caldear más sus deseos. Sus
manos no abarcaban el rotundo miembro. Continuó, no
obstante, asiéndolo, apretándolo y obsequiándolo
inconscientemente con caricias que aumentaban su rigidez y
anticipaban el placer. Se erguía como una barra de hierro
entre sus suaves manos.

Otro instante y el tercer asaltante estaba encima de ella, y
Cielo Riveros, casi con la misma excitación, se afanaba por quedar
empalada en la terrible arma.

Durante unos minutos, la hazaña semejó imposible, a
pesar de lo bien lubricada que estaba merced a las

derramaduras que había recibido previamente.

Al cabo, con una furiosa arremetida hizo entrar la enorme
testa. Cielo Riveros lanzó un grito de auténtica angustia; otra, y otra
arremetida: el brutal desgraciado, ciego a todo lo que no
fuera su propio deleite, siguió penetrando.

Cielo Riveros gritaba en su agonía y luchaba denodadamente por
separarse de su feroz asaltante.

Otra arremetida y otro grito de su víctima; el sacerdote la
había penetrado hasta lo más vivo.

Cielo Riveros se había desmayado.

Los dos testigos de este monstruoso acto de libertinaje
parecieron, en un primer momento, dispuestos a interferir,
pero daba la impresión de que experimentaban un cruel
placer al presenciar el contratiempo, y sin duda sus
movimientos lascivos y el interés con que seguramente
observaban los detalles más nimios daban fe de su
satisfacción.

Corro un velo sobre la lujuriosa refriega que vino a
continuación y sobre las contorsiones del salvaje sacerdote
mientras, en firme posesión de la joven y hermosa moza,
prolongaba lentamente su goce, hasta que su copiosa y
fervorosa descarga puso fin a su éxtasis y dio lugar a un
intervalo en el que se pudo reanimar a la pobrecilla.

El fornido padre había descargado en dos ocasiones antes
de extraer su largo y humeante miembro, y el volumen de
leche que le siguió fue tal que se derramó tamborileando en
un charco sobre el suelo de madera.

Al fin, lo bastante recuperada como para moverse, a la
joven Cielo Riveros se le permitió llevar a cabo las abluciones que el
rebosante estado de sus partes pudendas hacían necesarias.

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