Sacaron varias botellas de vino de una añeja y excepcional
cosecha, y bajo su potente influjo, Cielo Riveros recobró poco a poco
las fuerzas.
En cuestión de una hora, los tres sacerdotes, al ver que
Cielo Riveros estaba lo bastante recuperada como para corresponder a
sus insinuaciones lascivas, volvieron a mostrar indicios de
que deseaban disfrutar más de su persona.
Excitada en no menor medida por el abundante vino que
por la visión y el manoseo de sus lujuriosos acompañantes, la
muchacha comenzó a sacar de sus sotanas los miembros de
los tres sacerdotes, cuyo poco comedimiento puso claramente
de manifiesto cuánto disfrutaban de la escena.
En menos de un minuto Cielo Riveros tenía los tres largos y
rígidos asuntos a la vista. Los besó y jugueteó con ellos,
oliendo la tenue fragancia que desprendían y toqueteando los
sonrojados astiles con todo el afán de una experimentada
Afrodita.
—i¡Jodamos! —propuso piadosamente el superior, cuya
polla estaba en ese momento en los labios de Cielo Riveros.
—Amén —entonó Ambrose.
El tercer eclesiástico permaneció en silencio, pero su
enorme pene amenazaba los cielos.
Cielo Riveros rumiaba acerca de a cuál escogería como primer
contrincante en esta nueva ronda. Eligió a Ambrose.
Mientras tanto, con las puertas bien cerradas, los tres
sacerdotes se desnudaron pausadamente, y de este modo
pusieron ante los ojos destellantes de la juvenil Cielo Riveros sus tres
vigorosos campeones en la flor de la vida, cada uno
pertrechado de una robusta arma que, una vez más, se alzaba
tiesa al frente y se meneaba amenazadora cuando se movían.
—¡Ay de mí, qué monstruos! —exclamó la damita, cuya
vergiienza, empero, no le impedía manosear alternativamente
los formidables aparatos.
La sentaron en el extremo de la mesa y uno por uno
fueron lamiéndole sus tiernas partes, haciendo rodar una y
otra vez sus lenguas calientes por la húmeda hendidura roja
en la que recientemente todos ellos habían saciado su lujuria.
Cielo Riveros se prestó a ello con dicha y abrió las piernas todo lo que
pudo para complacerlos.
—Propongo que nos mame a uno tras otro —exclamó el
superior.
—Desde luego —asintió el padre Clement, el hombre del
cabello pelirrojo y la enorme erección—. Pero no como
colofón. Quiero poseerla una vez más.
—No. Desde luego que no, Clement —dijo el superior—.
Ha estado usted a punto de partirla en dos; debe culminar en
su garganta o no hacerlo en absoluto.
Cielo Riveros no tenía intención de volver a someterse a un ataque
de Clement, de modo que zanjó la discusión cogiendo el
carnoso miembro y metiéndoselo hasta donde le cupo en su
hermosa boca.
La muchacha movía sus suaves labios humedecidos de
arriba abajo por el capullo azulado, y de vez en cuando se lo
introducía en la medida de lo posible en su boca. Sus blancas
manos pasaron sobre el largo y voluminoso astil y lo asieron
con fuerza mientras ella veía endurecerse el monstruoso pene
debido a las intensas sensaciones que le procuraba con sus
deliciosos toqueteos.
En menos de cinco minutos Clement empezó a emitir
sonidos más semejantes a los aullidos de una bestia salvaje
que a las exclamaciones de pulmones humanos, y se derramó
en abundancia en la garganta de Cielo Riveros.
Ésta retiró el prepucio del largo astil y estimuló la
culminación del diluvio.
Las derramaduras de Clement eran tan espesas y calientes
como copiosas, y en la boca de la muchacha caía un chorro
de leche tras otro.
Cielo Riveros se lo tragó todo.
—He aquí una nueva experiencia en la que ahora debo
instruirte, hija mía —anunció el superior, al tiempo que Cielo Riveros
aplicaba sus suaves labios a su miembro candente—. Al
principio notarás que produce más dolor que placer, pero los
caminos de Venus son arduos y sólo se pueden aprender y
disfrutar por etapas.
—Me someteré a todo, padre mío —replicó la muchacha
—, ahora soy más consciente de mis obligaciones y de que
soy una de esas sobre las que ha recaído la gracia de aliviar
los deseos de los bondadosos padres.
—Sin duda, hija mía, y notarás la dicha celestial de
antemano mientras obedeces hasta nuestros más leves deseos
y satisfaces todas nuestras inclinaciones, por extrañas e
irregulares que puedan ser.
Dicho esto, alzó a la muchacha con sus fuertes brazos y la
llevó una vez más al diván, donde la colocó boca abajo,
dejando así expuesto su hermoso trasero desnudo ante todos
los presentes. A continuación, colocándose entre los muslos
de su víctima, dirigió la punta de su rígido miembro hacia el
menudo orificio entre las rollizas nalgas de Cielo Riveros y,
empujando poco a poco su arma bien lubricada, empezó a
penetrarla de esta manera nueva y antinatural.
—¡Ay de mí! —gritó Cielo Riveros—. Se equivoca usted de lugar…
Me hace daño. ¡Se lo suplico, oh! ¡Se lo suplico! ¡Tenga
piedad! ¡Ay! Le ruego se apiade de mí. ¡Ay! ¡Madre santa!
¡Me muero!
Esta última exclamación la había provocado una
embestida vigorosa y definitiva por parte del superior, que
condujo a su miembro de semental hasta la mata de pelo que
cubría la zona inferior de su vientre e hizo que a Cielo Riveros no le
cupiera duda de que se había introducido hasta las pelotas.
Pasando su fuerte brazo en torno a las caderas de la joven,
se pegó a la espalda de ésta; restregó su maciza barriga
contra las nalgas de Cielo Riveros y su grueso miembro quedó
hincado en su recto hasta donde alcanzó. Las pulsaciones de
placer eran evidentes en toda su hinchada longitud, y Cielo Riveros,
mordiéndose los labios, esperó los movimientos que, bien
sabía ella, estaba a punto de iniciar el varón con objeto de
culminar su goce.
Los otros dos sacerdotes los miraban con envidia lasciva
sin dejar de frotarse lentamente los grandes miembros.
En cuanto al superior, enloquecido al notar la estrechez
de esta nueva y deliciosa vaina, le trabajó las torneadas
nalgas hasta que, con una arremetida final, le llenó las
entrañas con su cálida descarga. Después, al tiempo que
extraía el instrumento todavía erecto y humeante del cuerpo
de Cielo Riveros, declaró que había abierto una nueva ruta hacia el
placer y recomendó a Ambrose que se sirviera de ella.
Ambrose, cuyas sensaciones durante este rato pueden
mejor imaginarse que describirse, estaba ahora ardiendo de
deseo. La visión del disfrute de sus cofrades había dado lugar
paulatinamente a un estado de excitación erótica que se tornó
necesario saciar lo antes posible.
—¡De acuerdo! —gritó—. Entraré por el templo de
Sodoma y usted, mientras tanto, llenará con su tenaz
centinela los vestíbulos de Venus.
—Diga más bien los vestíbulos «del legítimo disfrute» —se
burló el superior esbozando una mueca—. Que sea como
usted dice; no me vendría mal catar otra vez vientre tan
estrecho.
Cielo Riveros seguía tumbada boca abajo sobre el diván, con su
torneado trasero totalmente expuesto, más muerta que viva a
causa del brutal ataque que acababa de sufrir. Ni una gota
del abundante semen que le había sido inyectado escapó del
oscuro nicho, pero de su hendidura todavía fluía, mezclada,
la emisión de los sacerdotes. Ambrose se apoderó de ella.
Sentada ahora a horcajadas sobre los muslos del superior,
Cielo Riveros reparó en que su miembro aún vigoroso llamaba a los
labios de su rosada hendidura; lo guió hacia el interior
pausadamente y descendió sobre él. En breve entró por
completo: lo tenía metido hasta la raíz.
Sin embargo, el vigoroso superior, pasando los brazos en
torno a su cintura, la atrajo hacia él, y echándose hacia atrás,
colocó las abundantes y exquisitas nalgas de Cielo Riveros ante la
airada arma de Ambrose, que sin tardanza se lanzó hacia el
ojete, bien humedecido ya, que tenía entre sus montículos.
Se presentaron un millar de dificultades que hubo que
superar, pero al fin el lujurioso Ambrose se sintió enterrado
en las entrañas de su tierna víctima.
Movió lentamente su miembro arriba y abajo por el
resbaladizo canal. Prolongó su placer y disfrutó de los
vigorosos botes que el superior hacía dar a la hermosa Cielo Riveros
desde delante.
En breve, lanzando un profundo gemido, el superior
alcanzó el clímax, y Cielo Riveros sintió de inmediato que le llenaba
la hendidura de leche.
La joven no podía aguantar más, y sus propias emisiones
se mezclaron con las de su asaltante.
Ambrose, en cambio, había ahorrado sus recursos, y ahora
sostenía a la hermosa muchacha delante de sí, firmemente
empalada en su enorme asunto.
Al verla así, Clement no pudo resistirse, y al ver su
oportunidad mientras el superior se enjugaba el miembro, se
situó delante de Cielo Riveros y casi de inmediato logró insertarle el
suyo en la hendidura, ahora abundantemente rociada con los
viscosos restos.
A pesar de que era enorme, Cielo Riveros se las arregló para
recibir al monstruo pelirrojo que ahora le dilataba el delicado
cuerpo con su largo instrumento, y por unos minutos no se
oyó sino los suspiros y los lascivos gemidos de los
combatientes.
Poco después sus movimientos se volvieron más violentos;
Cielo Riveros esperaba que cualquier momento fuera el último para
ella. Mientras el enorme miembro de Ambrose estaba metido
en su pasaje posterior hasta las pelotas, la gigantesca porra de
Clement volvía a echar espuma en el interior de su vientre.
Entre los dos sostenían a la niña en el aire, sus pies a un
buen trecho del suelo, y a merced de los embates, primero
por delante y luego por detrás, que propinaban los sacerdotes
con sus excitados artefactos en sus respectivos canales.
Cuando Cielo Riveros creía que iba a perder el conocimiento, cayó
en la cuenta, por los jadeos y la tremenda rigidez del bruto
que tenía delante, de que éste estaba a punto de correrse, y al
instante notó cómo la cálida inyección fluía de la gigantesca
polla en intensos y viscosos chorros.
—¡Ah, me corro! —gritó Clement, y diciendo esto arrojó
un copioso torrente en el interior de Cielo Riveros, para infinita dicha
de ésta.
—A mí también me llega —chilló Ambrose, que introdujo
por completo su vigoroso miembro y lanzó un tibio chorro de
leche en las entrañas de Cielo Riveros al tiempo que su cofrade.
De este modo continuaron los dos desembuchando los
fecundos contenidos de sus cuerpos en el de la dulce niña,
mientras ella experimentaba la doble anegación y nadaba en
un diluvio de dichas.
Cualquiera hubiera supuesto que una pulga de
inteligencia media ya habría tenido suficiente con las
desagradables exhibiciones que he considerado mi deber
revelar; sin embargo, cierto sentimiento de amistad, así como
de simpatía, hacia la joven Cielo Riveros me animó a permanecer en
su compañía.
El evento justificó mis expectaciones, y como se verá más
adelante, determinó mis movimientos posteriores.
Sólo transcurrieron tres días antes de que la joven se
reuniera con los tres sacerdotes, previa cita, en el mismo
lugar.
En esta ocasión, Cielo Riveros se había tomado especial interés en
lo tocante a su atuendo, y como resultado, ahora estaba más
encantadora que nunca: llevaba el más precioso de los
vestidos de seda, unas ceñidísimas botas de piel de cabritilla
y unos guantes hermosísimos, diminutos y ajustados.
Los tres hombres estaban extasiados, y Cielo Riveros fue recibida
de un modo tan efusivo que de inmediato sintió tales deseos
que la sangre se le subió al rostro.
Se cerró la puerta sin tardanza y cayeron las prendas
íntimas de los reverendos padres, y Cielo Riveros, entre caricias y
lascivos toqueteos del trío, contempló los miembros de los
tres, con la cabeza descubierta y ya amenazadores.
El superior fue el primero que avanzó con la intención de
disfrutar de ella. Colocándose enérgicamente delante de su
pequeño talle, arremetió contra ella con aspereza, y
tomándola en sus brazos, le cubrió la boca y la cara de besos
apasionados.
La excitación de Cielo Riveros igualó a la suya.
Obedeciendo al deseo de ambos, Cielo Riveros se despojó de las
bragas y las enaguas; conservó únicamente su exquisito
vestido, las medias de seda y las botas de piel de cabritilla, y
se prestó a que la admirara y la toqueteara con lascivia.
Apenas un momento después, el padre, hundiéndose
deliciosamente sobre la joven, ahora postrada, se había
hincado hasta los pelos en sus jóvenes encantos y se
regodeaba en la estrecha unión con evidente goce.
Con empujones, apretones y frotamientos, el superior
comenzó a realizar unos movimientos deliciosos que tuvieron
el efecto de caldear las partes sensibles de su compañera y las
suyas propias. Su polla, más grande y más dura, daba buena
prueba de ello.
—¡Empuje, sí! ¡Empuje más fuerte! —murmuró Cielo Riveros.
Ambrose y Clement, cuyos deseos difícilmente podían
permitirse demora alguna, ansiaban que la muchacha les
dedicara parte de sus atenciones.
Clement le puso el enorme miembro en su manita blanca
y Ambrose, sin inmutarse, al tiempo que se subía al diván,
llevó la punta de su voluminoso asunto a sus delicados labios.
Tras unos instantes, el superior se retiró de su lasciva
posición.
Cielo Riveros se incorporó en el extremo del diván. Ante ella
estaban los tres hombres, cada uno con su miembro expuesto
y erecto delante de sí, y la enorme testa del instrumento de
Clement casi rozando su oronda barriga.
El vestido de Cielo Riveros se alzó hasta su cintura, sus piernas y
muslos quedaron a la vista, y entre ellas la suculenta
hendidura rosada, ahora enrojecida y excitada por la abrupta
inserción y retirada de la polla del superior.
—Esperen un momento —dijo éste—. Procedamos a
disfrutar de nuestros placeres con orden. Esta hermosa niña
nos ha de satisfacer a los tres; por tanto, será necesario que
regulemos nuestros disfrutes y también que le permitamos
soportar los ataques a que se verá sometida. En lo que a mí
respecta, no me importa si entro en primer o en segundo
lugar, pero puesto que Ambrose derrama como un burro y
probablemente arrase las regiones que penetre, propongo
pasar el primero. Desde luego, Clement debe contentarse con
el segundo o tercer lugar; de otro modo, su enorme miembro
no sólo partiría en dos a la muchacha, sino, lo que es mucho
peor, daría al traste con nuestro placer.
—Y o fui el tercero la última vez —exclamó Clement—. No
veo por qué he de ser siempre el último. Exijo el segundo
lugar.
—¡Bueno, pues que así sea! —gritó el superior—. A usted,
Ambrose, le tocará en suerte un nido resbaladizo.
—No lo creo así —replicó el decidido eclesiástico—. Si
usted va en primer lugar y ese monstruo que tiene Clement
después, yo atacaré «por la recámara» y derramaré mi
ofrenda en otra dirección.
—¡Hagan conmigo lo que les plazca! —exclamó Cielo Riveros—.
Intentaré soportarlo todo. Pero ¡ay, padres míos!, dense prisa
y comiencen.
El superior volvió a introducir su robusta arma. Cielo Riveros
recibió con dicha el rígido miembro. Abrazó al superior, se
apretó contra él y recibió los borbotones de su emisión con
estallidos de placer de cosecha propia.
Se presentó entonces Clement. Su monstruoso asunto
estaba ya entre las rollizas piernas de la joven Cielo Riveros. La
desproporción era terrible, pero el sacerdote era fuerte y
lascivo en la misma medida que grande era su hechura, y tras
varios intentos violentos y poco efectivos, la penetró y
empezó a embestir a la muchacha con todo su miembro
asnal.
Resulta imposible relatar cómo las terribles proporciones
de este varón caldearon la obscena imaginación de Cielo Riveros, ni
con qué apasionado frenesí se encontró deliciosamente
henchida y dilatada por los enormes genitales del padre
Clement.
Tras una refriega de diez minutos, Cielo Riveros recibió la masa
palpitante hasta las pelotas, que golpeaban contra su trasero.
Cielo Riveros abrió sus hermosas piernas y permitió al bruto que
se refocilara a placer en sus encantos.
Clement no mostraba ansiedad alguna por atajar su
lasciva fruición, y transcurrió un cuarto de hora antes de que
dos violentas descargas pusieran fin a su placer.
Cielo Riveros las recibió con profundos gemidos de deleite y
arrojó a su vez una copiosa emisión sobre las viscosas
derramaduras del rijoso padre.
Apenas había retirado Clement su monstruoso asunto del
vientre de la joven Cielo Riveros cuando, desprendiéndose de los
brazos de su corpulento amante, cayó en los de Ambrose.
Fiel a la intención expresada, son sus hermosas nalgas lo
que ahora ataca Ambrose, y busca con feroz energía encajar
el bálano palpitante en los tiernos pliegues de su abertura
posterior.
En vano intenta encontrar acomodo. La ancha testa de su
arma es rechazada en cada asalto cuando con lujuria brutal
intenta por todos los medios franquearse la entrada.
Sin embargo, Ambrose no va a darse por vencido tan
fácilmente; lo intenta de nuevo, y tras un esfuerzo decidido,
aloja el bálano en el interior de la delicada abertura.
Ahora le toca a él: con un vigoroso empujón, penetra un
par de centímetros más, y de una arremetida, el lascivo
sacerdote se entierra hasta la pelotas.
Las hermosas nalgas ejercían una indudable atracción
sobre el lujurioso sacerdote. Estaba extremadamente agitado
mientras se abría paso con furiosos esfuerzos. Extasiado,
empujaba hacia dentro su largo y grueso miembro, ajeno al
dolor que la dilatación causaba a Cielo Riveros y sólo preocupado por
sentir los deliciosos constreñimientos de sus tiernas y
delicadas partes.
Cielo Riveros lanza un grito espantoso. Está empalada en el rígido
miembro de su brutal profanador. Siente la carne palpitante
en lo más vivo, y con movimientos frenéticos, se afana por
escapar.
Sin embargo Ambrose la retiene rodeando con sus fuertes
brazos la delgada cintura de la chica mientras sigue cada
movimiento que ella hace y se mantiene en el interior su
cuerpo trémulo merced a un continuo esfuerzo de
penetración.
Forcejeando de este modo, paso a paso, la muchacha
cruzó la estancia con el feroz Ambrose firmemente
empotrado en su pasaje posterior.
Este impúdico espectáculo no dejó de tener efecto en
quienes lo contemplaban. Brotó de sus gargantas una risotada
y ambos aplaudieron el vigor de su compañero, cuyo
semblante inflamado y jadeante daba cumplido testimonio de
sus placenteras emociones.
Pero el espectáculo también azuzó de inmediato los
deseos de ambos, y el estado de sus miembros demostraba
que aún no habían quedado en modo alguno satisfechos.
Puesto que, a estas alturas, Cielo Riveros había llegado cerca del
superior, éste la tomó en sus brazos, y Ambrose,
aprovechándose de este oportuno tope, comenzó a horadar
con su miembro las entrañas de Cielo Riveros mientras el intenso
calor del cuerpo de la muchacha le proporcionaba un placer
intensísimo.
Merced a la posición en que habían quedado los tres, el
superior se encontró con que tenía la boca a la altura de los
encantos naturales de Cielo Riveros, y tras pegar de inmediato sus
labios a éstos, le lamió la humedecida rajita.
Pero la excitación que provocaba de este modo requería
un disfrute más sólido, y poniendo a horcajadas sobre sus
rodillas a la hermosa niña al tiempo que tomaba asiento,
liberó su miembro hinchado y lo introdujo sin tardanza en su
terso vientre.
Cielo Riveros quedó así entre dos fuegos, y los feroces embates del
padre Ambrose sobre sus rollizas nalgas se vieron ahora
complementados por los fervientes esfuerzos del superior en
la otra dirección.
Ambos nadaban en un mar de gozo sensual, ambos se
sumergían a más no poder en las deliciosas sensaciones que
experimentaban, mientras su víctima, perforada por delante y
por detrás por sus dilatados miembros, tenía que sufrir como
mejor podía los embates de sus miembros enardecidos.
Sin embargo, a la joven Cielo Riveros aún le aguardaba otra
prueba, pues en cuanto el vigoroso Clement presenció la
íntima unión de sus compañeros, inflamado de envidia y
aguijoneado por la violencia de sus pasiones, se subió al
asiento, detrás del superior, sujetó la cabeza de la pobre Cielo Riveros
y acercó su arma llameante a sus labios sonrosados, forzó la
entrada del bálano —cuya estrecha apertura ya exudaba
gotas de anticipación— en su hermosa boca, y le indicó que
le acariciara el largo y duro astil con la mano.
Ambrose reparó en que la penetración del miembro del
superior por delante favorecía en gran medida sus propios
actos, en tanto que el superior, igualmente excitado por la
acción trasera de su cofrade, empezaba a notar
fulminantemente la proximidad de los espasmos que
preceden y acompañan al acto final de emisión.
Clement fue el primero en abandonarse y lanzó su
descarga glutinosa a chorros por la garganta de la pequeña
Cielo Riveros.
Ambrose le siguió, y al tiempo que se desplomaba sobre la
espalda de la joven, arrojó un torrente de leche en sus
entrañas mientras el superior le llenaba a la vez el útero con
sus ofrendas.
Rodeada de esta manera, Cielo Riveros recibió al unísono la
descarga de los tres vigorosos sacerdotes.
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