Una familia pegada con saliva (I)

Daniela, empapada por la lluvia, enfrenta un día difícil en el trabajo. Su jefe la acosa mientras ella lidia con la envidia, frustración y un resfriado incipiente.

Arrojó el encendedor en la cartera, sacó el gafete y se quitó de los labios un cigarrillo mojado. La colilla estaba untada de labial y el tabaco intacto goteaba. Una compañera de oficina pasó junto a ella y le dedicó una sonrisa, cerró la sombrilla y entró en el edificio. Daniela la miró con envidia. Tan seca, tan feliz. Aquella mañana había empacado con cuidado el paquete de cigarrillos, pero había olvidado la sombrilla. El blazer escurría y la falda le congelaba las nalgas. Tiró el cigarrillo a la acera y lo pisoteó con el tacón.
—Inútil hijo de puta. Muere.
Secó el gafete con la manga de la chaqueta y leyó:
Daniela Lagos. Secretaria Administrativa. Facultad: Ciencia Humanas.
Qué bonita estaba en esa foto, con los hoyuelos en las mejillas y los ojos brillantes como un testigo de Jehová. Se enganchó la identificación en la solapa y ojeó su reflejo en el vidrio de la puerta. Las mujeres mojadas son atractivas, saliendo del mar, bailando sobre la barra de un bar o corriendo bajo la lluvia con el corazón roto. Ella, en cambio, lucía como un gato que acababa de caer en una zanja. Se acomodó el pelo lo mejor que pudo y entró en el edificio.
Al medio día ya estaba seca, pero el frío persistía. Había dejado las gafas en casa, le dolía la cabeza y estaba ansiosa por la falta de nicotina. Fue al área de descanso por más café, pero solo encontró un té de color rojo y olor dulzón. Antes de dar el primer sorbo alguien gritó su nombre desde el otro extremo del pasillo. La cabeza medio calva de su jefe asomó por el vano.
—¿Café negro? —preguntó haciéndose a un lado—. Así te arruinas los dientes. Nunca me escuchas.
—Es té, no café. Deben poner más café.
Daniela resopló y se frotó los ojos. Veía muy poco sin sus gafas. El hombre volvió a su escritorio, pero permaneció de pie.
—Cierra la puerta.
—Aún hay gente.
—Por eso te digo que cierres la puerta. Y la persiana.
Obedeció, luego puso la taza de té sobre el escritorio, y la empujó con los dedos hacia el decano. Buscó una silla.
—¿Y tu chaqueta?
—Colgada de un gancho, por ahí. La lluvia la empapó. Hoy usted no me recogió donde acordamos.
—Me gustas más cuando usas el blazer.
—Señor Vásquez —dijo con la cabeza ladeada—, creo que me resfrié, porque no me recogió donde acordamos…
El hombre no respondió, se acercó a ella y le soltó un botón de la blusa. Luego volvió junto al té, se bajó la cremallera y empezó a masturbarse.
Daniela y su jefe habían empezado a salir hacía tres años, cuando él aún tenía todo el pelo y le dejaba chocolates sobre el escritorio. Lo habían mantenido oculto porque había una señora Vásquez y un par de niños Vásquez, niños rubios como serafines que corrían por la oficina los sábados en la mañana. La familia pasaba las tardes de sábado en el club social de la ciudad, jugando tenis y bañándose en una piscina olímpica. O al menos así lo imaginaba. La señora Vásquez había sido nadadora de competición, y a Daniela se le helaba la sangre cuando la imaginaba saliendo del agua como las mujeres de los comerciales, con los rizos dorados goteando sobre un cuerpo esbelto, formado por el ejercicio y el ocio de la vida burguesa.
Una burguesa sensual saliendo del agua cristalina. Una gata arrastrándose fuera de una zanja.
El hombre le miraba la línea del escote y mantenía el vaivén de la mano. La cabeza del pene brillaba bajo la luz fluorescente, y asomaba al borde de la taza de té como el ciervo que se acerca a un pozo a beber.
El señor Vázquez se levantó la corbata sobre el hombro y aumentó el ritmo. La respiración entrecortada, el glande enrojecido. Ella se imaginó grabándolo, denunciándolo y dejándolo en la ruina. También se imaginó gritando, lanzándole el té en las bolas y…
—Ahh… Sí. Ahí está. Sí… Ahí está. ¿Ves? —dijo casi sin aire—. Té hibisco con leche. Muy bueno para los dientes.
Daniela se levantó de la silla y miró por encima de la taza. El semen flotaba en gotas y formas sinuosas sobre el líquido rojo.
—La Vía Láctea —dijo el jefe mientras se subía la cremallera—. ¿No te parece?
—La portada del sexto álbum de Metallica.
—¿Quién es Metallica?
La secretaria administrativa meneó la cabeza, tomó la taza de té y avanzó hacia la puerta. El decano cruzó el espacio en dos zancadas y la tomó por la cola de caballo, haló su cabeza hacia atrás y le metió la lengua en la boca. Ella mantuvo la boca abierta hasta que él terminó de lamerle los dientes y el paladar.
¿Un beso? No, no es un beso.
Se sacudió el agarre, se acomodó el pelo, abotonó la blusa y salió al pasillo.
La oficina estaba desierta.
—Tómate la tarde —dijo el señor Vásquez antes de cerrar la puerta de la oficina.
Daniela fue hasta su escritorio, puso el té sobre la mesa y se hundió en la silla. Estaba llorando y hundía las uñas de los dedos en sus piernas. Se detuvo por temor a romper las medias veladas. Cortó de golpe los sollozos cuando un sonido ahogado llegó desde el compartimento contrario al suyo. La compañera que había pasado junto a ella en la mañana, la que había llevado sombrilla en vez de cigarrillos. La mujer asomó la cabeza por encima del panel, tenía la nariz enrojecida y la boca llena de comida.
—Tambié me rechfié —farfulló sin dejar de masticar, con la cuchara levantada por encima de la cabeza. Tragó tan rápido como pudo. —Pero nada mejor contra el resfriado que unas albóndigas con salsa. ¿Quieres, Dani?
El móvil sonó. Daniela cortó la llamada y se puso el aparato bajo el brazo, enganchó la taza con el dedo y fue a encerrarse en el baño. Se secó las lágrimas frente al espejo y se llevó el recipiente a los labios. Lo tomó despacio, como si fuera la última taza de té del planeta. Aún le quedaba la mitad cuando el celular volvió a sonar.
—Hola amor—. Lamió un poco de semen que le escurría por la comisura. Alejó el teléfono antes de tragar.
—¡Hola!—dijo una voz masculina al otro lado—. Dejaste tus gafas esta mañana. ¡Cómo sales con esa lluvia! Debiste esperar. Cuando salí del baño ya no estabas. ¿Quieres que te recoja en la noche?
—No, quiero que estés ahí cuando Natalia llegue de la universidad, no la dejes sola. Está mal, lo sabes.
—Recibido. Te dejo almorzar. ¡Te amo!
Cortó la llamada sin despedirse. Bajó la tapa del retrete, se sentó y volvió a su té. Lo bebió todo y limpió el fondo de la taza con el dedo.
Se lo frotó en los labios.
—Yo también te amo —murmuró mirando la taza vacía.

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